martes, 25 de octubre de 2011

Pesadilla segunda

Una casa de campo irlandesa podría ser el lugar de unas vacaciones idílicas con un ser querido, o con unos amigos que la recordarán en cada bar de cada fiesta desde ese día hasta el fin del mundo; pero no es así. En primer lugar, porque no tiene nada de irlandesa salvo un patético recuerdo introducido por mi subconsciente. En segundo lugar, porque aparte de introducir información innecesaria, también introduce psicósis paranoide en todos los habitantes de esa casa onírica, y los lleva a torturarse y matarse de diversas formas que no enumeraré.
Una de ellas, pero, tiene especial relevancia. Uno de los personajes de mi pesadilla no tenía cara, sino que había sido desfigurado -mientras escribía estas líneas me ha llegado un flash de memoria que no he podido retener. Ella, una rubia de rostro vacío, me perseguía por un pasillo estrecho mientras yo miraba hacia atrás, empuñando, ambos, un cuchillo. En el momento álgido, soy yo el que lo hunde en su cuerpo, y automáticamente me siento completamente culpable y lo que sigue es un montón de imágenes sangrientas, y muchas -mucha- sangre espesa y casi negra.

Al despertarme, curiosamente tranquilo, he mirado el reloj y ya era hora de levantarme. Lo primero que he oído ha sido el triste destino del dictador libio, pero para entonces mi sueño ya había sido olvidado.


La música que me viene a la cabeza es:

lunes, 30 de mayo de 2011

Sueño vigésimo cuarto

El fin del mundo, otro de la larga serie de sueños zombies que tengo. Un amigo y yo, universitarios, caminamos tranquilamente por la calle cuando, de repente, un alud de coches y limusinas y motos aparece, y corremos tras unos moteros para ver dónde van, y si es posible que nos lleven a un lugar seguro. Pero no lo es.
-Si queréis sobrevivir, corred. Corred con el ansia maníaca de la rabia, o no sobreviviréis.
Ante tal alarde de lirismo, corremos, corremos con todas nuestras fuerzas porque sabemos que pronto eso se llenará de no muertos y estaremos perdidos.
Y despierto.

sábado, 28 de mayo de 2011

Sueño vigésimo tercero

Estoy corriendo junto a una niña de cinco años que no tiene ni brazos ni piernas, sólo estacas como si de un pirata se tratase. Corre tan deprisa que debo fijarme para ver eso: ella da una voltereta y continua corriendo, graciosamente, haciendo cabriolas en el aire mientras yo, a su lado, la miro con benevolencia.
En un momento, mientras corremos cerca del muelle, veo que está demasiado cerca del agua y, antes de que pueda darme cuenta, se zambulle entre aguas oscuras llenas de algas y yo, que no sé si sabe nadar, que opino que menudo fastidio tener que ir a salvarla, me doy cuenta de que, coño, sí que tengo que ir a salvarla, y me tiro al agua que está helada y la agarro con mis brazos y entonces mi padre me dice que estoy en una suerte de concurso de la televisión de situaciones límite, y me escabullo de ese escenario para entrar en casa de alguien, que me ofrece libros y libros sobre inviernos largos y oscuros, e historias igualmente tenebrosas. Al irme, la puerta del recíbidor -que como todas las puertas a un recibidor, tiene lavabo- está llena de gusanos y me doy cuenta de que, para matarlos, debo atizarles con los libros que, al tirarlos al suelo, se convierten en una suerte de espuma venenosa e insecticida.
Y despierto.