sábado, 28 de mayo de 2011

Sueño vigésimo tercero

Estoy corriendo junto a una niña de cinco años que no tiene ni brazos ni piernas, sólo estacas como si de un pirata se tratase. Corre tan deprisa que debo fijarme para ver eso: ella da una voltereta y continua corriendo, graciosamente, haciendo cabriolas en el aire mientras yo, a su lado, la miro con benevolencia.
En un momento, mientras corremos cerca del muelle, veo que está demasiado cerca del agua y, antes de que pueda darme cuenta, se zambulle entre aguas oscuras llenas de algas y yo, que no sé si sabe nadar, que opino que menudo fastidio tener que ir a salvarla, me doy cuenta de que, coño, sí que tengo que ir a salvarla, y me tiro al agua que está helada y la agarro con mis brazos y entonces mi padre me dice que estoy en una suerte de concurso de la televisión de situaciones límite, y me escabullo de ese escenario para entrar en casa de alguien, que me ofrece libros y libros sobre inviernos largos y oscuros, e historias igualmente tenebrosas. Al irme, la puerta del recíbidor -que como todas las puertas a un recibidor, tiene lavabo- está llena de gusanos y me doy cuenta de que, para matarlos, debo atizarles con los libros que, al tirarlos al suelo, se convierten en una suerte de espuma venenosa e insecticida.
Y despierto.

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