sábado, 1 de septiembre de 2012

Sueño vigésimo quinto

Sueño que quiero darme un tiempo y escapar del mundo. Enrolarme en un ejército e ir a alguna guerra, o quizá escaparme y dedicarme a dar clases de cualquier cosa en países donde la mayor parte de la población no es capaz de pagársela durante las vacaciones -esto último es algo que había pensado incluso en estados de vigilia.
Pero de repente se filtra, alguien lo sabe y en mi familia se inician interrogatorios. Lo niego todo.
Inmediatamente me siento escupido a una larga carretera con un cielo lleno de coágulos grises que casi no dejan ver el sol, aunque su luz siga iluminando en gran medida el ambiente, filtrándose entre las nubes como una separación blanca de gran intensidad. La larga carretera pasa cerca de un campo parecido a los que se encuentran en Mallorca.
Camino junto a mi padre, y ambos no tenemos ni idea de dónde nos encontramos. Aparece en escena un señor mayor con una motocicleta, que va vendiendo nectarinas mientras grita que son almendras. Pedimos el precio. Ocho dólares cada una.
-Pero, señor, ¿podemos darle euros?
-¿Euros? ¡Jáh! Eso no sirve de nada aquí.
-¿Cómo? ¿Dónde estamos?
-Canadá, por supuesto.
Miro a mi alrededor y le veo sentido. Mi padre compra una nectarina, y mientras yo le pregunto al amable estafador hacia dónde lleva el camino. Él señala a su espalda, el sol, sale por el horizonte, y me pide arrogante que haga cuentas. “En el oeste de Canadá no hay nada”, pienso. Se lo hago saber.
-Está la ciudad de Caldo a menos de una hora de camino. Tienen una estatua ecuestre del héroe nacional -y aquí suelta un nombre que en el sueño identifiqué.
Mientras, mi padre ha aprovechado y le ha robado otra nectarina. Nos despedimos y comenzamos a caminar en esa dirección.
Por extraño que parezca, el vendedor se da cuenta haciendo recuento de su inventario y decide darse a la persecución encima de su vieja Vespino. Lo oímos llegar antes de divisar la polvareda que levanta, y comenzamos a correr hacia Caldo.
La ciudad es pequeña y amarilla, no por el color de los edificios sino porque parece enclavada en un clima bastante más cálido. Corremos hacia el primer local abierto que encontramos, una aseguradora, y nos metemos esperando pasar desapercibidos. En ella hay un señor entrado en años y en kilos con un ventilador encendido, que no nos pregunta qué deseamos, que no repara en nosotros. Entra el vendedor, furibundo, y el empleado de la aseguradora se levanta, cordial, y empieza a hablar con él.
En el caos que subsigue, abandono el local y la inconsciencia.