Sueño que quiero darme un tiempo y
escapar del mundo. Enrolarme en un ejército e ir a alguna guerra, o
quizá escaparme y dedicarme a dar clases de cualquier cosa en países
donde la mayor parte de la población no es capaz de pagársela
durante las vacaciones -esto último es algo que había pensado
incluso en estados de vigilia.
Pero de repente se filtra, alguien lo
sabe y en mi familia se inician interrogatorios. Lo niego todo.
Inmediatamente me siento escupido a una
larga carretera con un cielo lleno de coágulos grises que casi no
dejan ver el sol, aunque su luz siga iluminando en gran medida el
ambiente, filtrándose entre las nubes como una separación blanca de
gran intensidad. La larga carretera pasa cerca de un campo parecido a
los que se encuentran en Mallorca.
Camino junto a mi padre, y ambos no
tenemos ni idea de dónde nos encontramos. Aparece en escena un señor
mayor con una motocicleta, que va vendiendo nectarinas mientras grita
que son almendras. Pedimos el precio. Ocho dólares cada una.
-Pero, señor, ¿podemos darle euros?
-¿Euros? ¡Jáh! Eso no sirve de nada
aquí.
-¿Cómo? ¿Dónde estamos?
-Canadá, por supuesto.
Miro a mi alrededor y le veo sentido.
Mi padre compra una nectarina, y mientras yo le pregunto al amable
estafador hacia dónde lleva el camino. Él señala a su espalda, el
sol, sale por el horizonte, y me pide arrogante que haga cuentas. “En
el oeste de Canadá no hay nada”, pienso. Se lo hago saber.
-Está la ciudad de Caldo a menos de
una hora de camino. Tienen una estatua ecuestre del héroe nacional
-y aquí suelta un nombre que en el sueño identifiqué.
Mientras, mi padre ha aprovechado y le
ha robado otra nectarina. Nos despedimos y comenzamos a caminar en
esa dirección.
Por extraño que parezca, el vendedor
se da cuenta haciendo recuento de su inventario y decide darse a la
persecución encima de su vieja Vespino. Lo oímos llegar antes de
divisar la polvareda que levanta, y comenzamos a correr hacia Caldo.
La ciudad es pequeña y amarilla, no
por el color de los edificios sino porque parece enclavada en un
clima bastante más cálido. Corremos hacia el primer local abierto
que encontramos, una aseguradora, y nos metemos esperando pasar
desapercibidos. En ella hay un señor entrado en años y en kilos con
un ventilador encendido, que no nos pregunta qué deseamos, que no
repara en nosotros. Entra el vendedor, furibundo, y el empleado de la
aseguradora se levanta, cordial, y empieza a hablar con él.
En el caos que subsigue, abandono el
local y la inconsciencia.
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