lunes, 9 de septiembre de 2013

Reflejo onírico: Verano, Sur de Francia, hace cuatro años

Una frase que viene a la mente: "Yo sé lo que cantan los niños cuando vuelas."

sábado, 1 de septiembre de 2012

Sueño vigésimo quinto

Sueño que quiero darme un tiempo y escapar del mundo. Enrolarme en un ejército e ir a alguna guerra, o quizá escaparme y dedicarme a dar clases de cualquier cosa en países donde la mayor parte de la población no es capaz de pagársela durante las vacaciones -esto último es algo que había pensado incluso en estados de vigilia.
Pero de repente se filtra, alguien lo sabe y en mi familia se inician interrogatorios. Lo niego todo.
Inmediatamente me siento escupido a una larga carretera con un cielo lleno de coágulos grises que casi no dejan ver el sol, aunque su luz siga iluminando en gran medida el ambiente, filtrándose entre las nubes como una separación blanca de gran intensidad. La larga carretera pasa cerca de un campo parecido a los que se encuentran en Mallorca.
Camino junto a mi padre, y ambos no tenemos ni idea de dónde nos encontramos. Aparece en escena un señor mayor con una motocicleta, que va vendiendo nectarinas mientras grita que son almendras. Pedimos el precio. Ocho dólares cada una.
-Pero, señor, ¿podemos darle euros?
-¿Euros? ¡Jáh! Eso no sirve de nada aquí.
-¿Cómo? ¿Dónde estamos?
-Canadá, por supuesto.
Miro a mi alrededor y le veo sentido. Mi padre compra una nectarina, y mientras yo le pregunto al amable estafador hacia dónde lleva el camino. Él señala a su espalda, el sol, sale por el horizonte, y me pide arrogante que haga cuentas. “En el oeste de Canadá no hay nada”, pienso. Se lo hago saber.
-Está la ciudad de Caldo a menos de una hora de camino. Tienen una estatua ecuestre del héroe nacional -y aquí suelta un nombre que en el sueño identifiqué.
Mientras, mi padre ha aprovechado y le ha robado otra nectarina. Nos despedimos y comenzamos a caminar en esa dirección.
Por extraño que parezca, el vendedor se da cuenta haciendo recuento de su inventario y decide darse a la persecución encima de su vieja Vespino. Lo oímos llegar antes de divisar la polvareda que levanta, y comenzamos a correr hacia Caldo.
La ciudad es pequeña y amarilla, no por el color de los edificios sino porque parece enclavada en un clima bastante más cálido. Corremos hacia el primer local abierto que encontramos, una aseguradora, y nos metemos esperando pasar desapercibidos. En ella hay un señor entrado en años y en kilos con un ventilador encendido, que no nos pregunta qué deseamos, que no repara en nosotros. Entra el vendedor, furibundo, y el empleado de la aseguradora se levanta, cordial, y empieza a hablar con él.
En el caos que subsigue, abandono el local y la inconsciencia.

martes, 25 de octubre de 2011

Pesadilla segunda

Una casa de campo irlandesa podría ser el lugar de unas vacaciones idílicas con un ser querido, o con unos amigos que la recordarán en cada bar de cada fiesta desde ese día hasta el fin del mundo; pero no es así. En primer lugar, porque no tiene nada de irlandesa salvo un patético recuerdo introducido por mi subconsciente. En segundo lugar, porque aparte de introducir información innecesaria, también introduce psicósis paranoide en todos los habitantes de esa casa onírica, y los lleva a torturarse y matarse de diversas formas que no enumeraré.
Una de ellas, pero, tiene especial relevancia. Uno de los personajes de mi pesadilla no tenía cara, sino que había sido desfigurado -mientras escribía estas líneas me ha llegado un flash de memoria que no he podido retener. Ella, una rubia de rostro vacío, me perseguía por un pasillo estrecho mientras yo miraba hacia atrás, empuñando, ambos, un cuchillo. En el momento álgido, soy yo el que lo hunde en su cuerpo, y automáticamente me siento completamente culpable y lo que sigue es un montón de imágenes sangrientas, y muchas -mucha- sangre espesa y casi negra.

Al despertarme, curiosamente tranquilo, he mirado el reloj y ya era hora de levantarme. Lo primero que he oído ha sido el triste destino del dictador libio, pero para entonces mi sueño ya había sido olvidado.


La música que me viene a la cabeza es:

lunes, 30 de mayo de 2011

Sueño vigésimo cuarto

El fin del mundo, otro de la larga serie de sueños zombies que tengo. Un amigo y yo, universitarios, caminamos tranquilamente por la calle cuando, de repente, un alud de coches y limusinas y motos aparece, y corremos tras unos moteros para ver dónde van, y si es posible que nos lleven a un lugar seguro. Pero no lo es.
-Si queréis sobrevivir, corred. Corred con el ansia maníaca de la rabia, o no sobreviviréis.
Ante tal alarde de lirismo, corremos, corremos con todas nuestras fuerzas porque sabemos que pronto eso se llenará de no muertos y estaremos perdidos.
Y despierto.

sábado, 28 de mayo de 2011

Sueño vigésimo tercero

Estoy corriendo junto a una niña de cinco años que no tiene ni brazos ni piernas, sólo estacas como si de un pirata se tratase. Corre tan deprisa que debo fijarme para ver eso: ella da una voltereta y continua corriendo, graciosamente, haciendo cabriolas en el aire mientras yo, a su lado, la miro con benevolencia.
En un momento, mientras corremos cerca del muelle, veo que está demasiado cerca del agua y, antes de que pueda darme cuenta, se zambulle entre aguas oscuras llenas de algas y yo, que no sé si sabe nadar, que opino que menudo fastidio tener que ir a salvarla, me doy cuenta de que, coño, sí que tengo que ir a salvarla, y me tiro al agua que está helada y la agarro con mis brazos y entonces mi padre me dice que estoy en una suerte de concurso de la televisión de situaciones límite, y me escabullo de ese escenario para entrar en casa de alguien, que me ofrece libros y libros sobre inviernos largos y oscuros, e historias igualmente tenebrosas. Al irme, la puerta del recíbidor -que como todas las puertas a un recibidor, tiene lavabo- está llena de gusanos y me doy cuenta de que, para matarlos, debo atizarles con los libros que, al tirarlos al suelo, se convierten en una suerte de espuma venenosa e insecticida.
Y despierto.

martes, 28 de septiembre de 2010

Sueño vigésimo segundo: Azogue

Hoy he soñado que estaba leyendo azogue, en la parte en que Enoch llega al embarcadero de Boston. Recuerdo que me cagaba en todo porque alguien había escrito, en boli rojo, todos los "Como" interrogativos que faltaban por culpa de un error de imprenta. Me fastidiaba que no llevasen acento, pero admitía que era una caligrafía muy mona.

También había una ilustración de Napoleón tirándole pasta de papel a un viejo inglés recién levantado.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Sueño vigésimo primero: Eh...

Salido y yo cocinando, imagino que eso ya basta para que la mayoría de vosotros lo consideréis una de las pesadillas más demenciales que imaginarse pueda. En fin, al menos la sopa tiene buena pinta. Ahora sólo falta meterla en el horno. Muy bien, por supuesto.
Abro el horno con despreocupada felicidad, como si formase parte del kitsch de Kundera, y un rayo de preocupación me cruza el rostro. ¡Horror! El horno está ocupado por los cocarrois de mi madre. Evidentemente sólo puedo hacer una cosa: llamar a mi profesora de catalán para que me acompañe a casa de un amigo de infancia que hace años que no veo. No en vano vive en el mismo bloque de pisos.
Llamo. No hay problema, dice. Presumo que lo dice en catalán, pero mis sueños están normalizados lingüísticamente. Siguen la lengua de mis pensamientos.
Pájaro, pájaro, ojo.
Bajo a su casa y toco, pero dentro hay una fiesta de alumnos de teatro. El tipo que me abre la puerta me es conocido: su melena pelirroja lo delata. Sigo bajando hasta la entrada, y veo a mi profesora tirada hablando por teléfono.
Lo siguiente que recuerdo es a ella diciéndome que me agarre fuerte a la bicicleta y una escena sacada del GTA San Andreas, esquivando coches a toda velocidad mientras decido que, para que el caldo de ambos platos no se me caiga, lo mejor es ponerlos de perfil.
Llegamos a la finca, una torre de pisos protegida por contraseña que parece sacada de alguna película de espías. Recuerdo que la contraseña empezaba por siete, así que comienzo a marcar... y resulta que sólo era siete. Las puertas se abren y dejo a mi profesora esperando abajo mientras entro en el ascensor, donde me encuentro a dos señores vestidos con elegantes trajes de ejecutivo que me sonríen. Debo ir a la séptima -oh, vaya- planta, pero cuando el ascensor llega a la duodécima planta, comprendo que vamos a salir disparados.

Al bajar después de calentar la sopa, mi profesora me echa la bronca por haber tardado tanto. Me he tenido que comer un kebab, me dice. Presumo que lo dice en catalán.